Peludito

No tengo la menor idea de qué tan real es este recuerdo, tiene la misma textura de los sueños que tenía cuando caminaba dormida; lo pude haber imaginado.

Cuando era muy pequeña, teníamos un gato gordo y naranja que se llamaba Peludito. Peludito y yo no nos llevábamos bien, sobre todo por que no era la clase de gato que tolerara niños. Yo lo quería mucho. Un día, después de lo que mi mamá vio, yo estaba jugando con Peludito y debí de jalarlo o algo, por que me mordió y salió corriendo. No había sido una mordida muy fuerte, pero me hizo llorar.

Al parecer esto no le gustó mucho a Beau. Esa noche, recuerdo haber despertado al oirlo llamándome. Muchos de mis recuerdos sobre Beau son sobre todo de su voz y de casi nada más; tal vez su rostro flotando en un espacio oscuro. Esa noche apareció entre mi cama y mi ventana, cuando abrí los ojos se inclinó para sonreirme con su fila de colmillos. Es una imagen pertubadora que me da escalofríos recordar y que no tengo ni la menor idea de cómo fue que no me hizo gritar en ese entonces.

Beau me dijo que quería que viera algo. Se veía emocionado. Sus dedos me pasaron por el dorso de una mano al tiempo que me dijo «voy a poner los colmillos de ese gato en mi corona». Entonces volvió a la ventana y me hizo la seña de que lo siguiera. No me explicó nada, pero yo sabía, en la forma en la que uno sabe cosas durante el sueño que al despertar olvida, que quería mostrarme cómo es que un verdadero cazador opera.

Me acerqué a Beau y miré por la ventana. Desde mi cuarto era posible mirar al patio trasero de la casa. Era un jardín normal, con algunos árboles y una hamaca, cerrado todo por una cerca de madera. Toda la escena transcurrió en un silencio iluminado sólo por la luna; en esa forma en la que a veces parece transformar las cosas normales por la noche. Vi una pequeña silueta saltar por la barda y aterrizar ágilmente en el jardín. Era Peludito. Estaba tan enfocada en observarlo andar que no me di cuenta de cuando fue que Beau me dejó sola, hasta que vi otra figura en el patio.

No era nada más que una sombra circular, un bulto como el que a veces uno piensa ver cuando llega a un cuarto a oscuras. Peludito se dio cuenta de inmediato y se giró, tenso, para confrontarle. El bulto se le acercaba y yo pude escuchar ese casi aullido que los gatos dan como advertencia. Aunque su nombre fuera tonto, Peludito era un gato grande, no era la clase de animal que se apelmazaba ante la amenaza de una pelea; sino más bien la clase que logra que un carro detenga la marcha para dejarlo pasar. Peludito siseó y dio un aullido terrible antes de intentar huir. La sombra le siguió, como intentando atraparle de los cuartos traseros, incluso mientras saltaba de nuevo la barda y desaparecía de mi vista.

Intenté ver en donde estaban, pero desde donde estaba, la escena había terminado. En la distancia escuché lo que me pareció una pelea de gatos. Aquellos que han podido ver una de cerca, sabrán que sin importar qué tan ligera resulte, el sonido parece el de una masacre. De verdad es terrible, como para hacerte rechinar los dientes. Esta fue especialmente feroz, pero sólo podía escuchar a Peludito.

A la mañana siguiente, bajé a desayunar y le pregunté a mamá si había visto al gato. Me dijo que no lo había visto, pero que seguro aparecería pronto. Andaría vagando y volvería cuando sintiera hambre.

Peludito logró regresar a casa, pero sólo hasta los límites del patio, sin alcanzar a saltar la barda. Mamá me dijo que había sido atacado, probablemente por perros callejeros. No me dejó verlo, por supuesto. Lo enterramos en una caja de zapatos, debajo de uno de los árboles. Habría tenido razón y probablemente yo habría soñado toda la escena, inspirada por el ruido de la pelea llegando desde mi ventana, pero también recuerdo lo que Beau me dijo.

Esa fue la primera vez que odié a Beau.

Ah,  para todos aquellos que me leen por primera vez, la razón por la cual estas historias me asustan se debe a que he comenzado a caminar dormida de nuevo. Mi departamento no es demasiado grande, así que mis viajes se han limitado a la sala, las sillas y la barra para desayunar.

Le contaría a mi mamá, pero de verdad no quiero que piense que me estoy volviendo loca. No quiero volverme loca, no tengo ni la menor idea de cómo es que he terminado oyendo voces y contándoselo a un terapeuta que insiste en que necesito aumentar mis horas de sueño. Seguramente me obligaría a ir a la iglesia, de nuevo; es algo así como su solución default para esta clase de problemas.

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