Mi pintoresco pueblo, visión universal de la calma, cuenta también con una imponente tasa de suicidio. Solíamos culpar al Reagan por la estadística y repetirnos a nosotros mismos: otro sociópata violento que decide terminar con todo antes que adaptarse a la vida dentro del Hexágono. Luego, cuando lo clausuraron, nos quedamos sin excusas.
En su mayoría y como comunidad, aquellos que admiten el hecho, no suelen hablar sobre él y justo le damos el tratamiento que también se le da a los secretos de familia que tus padres nunca te contarán; pero a principios de los ochenta, ocurrió algo que casi lleva el tópico a circulación nacional.
En 1983 fuimos visitados por un joven que pretendía venir por parte del departamento de Psicología de una prestigiosa Universidad. El caballero, un tal Daniel Willis, dijo saber de la cantidad de suicidios, declaró su intención de examinar el fenómeno, estudiar el problema, e implementar una solución, en cuanto esta misma se presentara claramente.
El psiquiatra amateur pasó más de un mes en el pueblo, entrevistando a tantas personas como pudo, particularmente, a todos aquellos pertenecientes a familias que hubieran experimentado una pérdida; y si bien, la naturaleza precisa de las preguntas depende mucho de la persona a quien le pidas testimonio, existe una constante: Willis siempre se mostró interesado en la nota póstuma y solicitó permiso para fotocopiarla.