Mi nombre es Andrew Erics. Viví en una ciudad llamada Nueva York. Mi madre se llama Terrie Erics. Su número está en el directorio. Si conoces la ciudad y estás leyendo esto, búscala. No le muestres esto, pero dile que la amo y que estoy tratando de volver a casa. Por favor.
Todo comenzó cuando decidí, más o menos a los veinticinco años, que era tiempo de dejar de usar la mochila que llevaba al trabajo, pensando que me vería un poco más maduro si no cargaba con una mochila llena de libros para todas partes. Por supuesto, esto significaba abandonar el hábito de leer en el metro durante las mañanas y en las tardes, ya que es complicado cargar con un libro en los bolsillos. No llegué a considerar un portafolio, se hubiera visto fuera de lugar en la fábrica y las maletas al hombro siempre me resultaron un poco ridículas, demasiado cercanas a los bolsos de mano.
Tenía un reproductor de mp3, que ayudaba a pasar el tiempo por un rato, pero cuando se descompuso (se apagaba cada vez que terminaba una canción), dejé de usarlo también. Así que cada mañana, me sentaba en el metro durante una hora y media que se arrastraba interminablemente, sin nada más que hacer que mirar al resto de los pasajeros. Era un tanto tímido, así que no me gustaba ser descubierto y lo hacía disimuladamente; a poco descubrí que no era la única persona incómoda en una multitud. La gente lo evadía de muy distintas formas, pero yo estaba ahí para ver a través de ellas.
Estaban los agitados, incapaces de acomodarse, moviéndose las manos de un lado para otro, cambiando de postura, juntando las piernas, alejándolas; eran los tipos nerviosos más fáciles de localizar. Después de ellos estaban los falsos durmientes, que una vez alcanzado un lugar libre, cerraban los ojos en ese mismo instante; una persona en verdad dormida en un tren lleno de gente tiende a soltarse más, a dejarse llevar más por la inercia, con un golpe contra las vías, en una parada abrupta, tienden a despertar; estos individuos tienden a apagarse en el momento en que se sientan y a abrir los ojos y salir en cuanto llegan a donde van. Están también los adictos a los mp3, la gente que ocasionalmente abre sus laptop y los que viajan en grupos y hablan en voz alta. Los adictos al celular son o muy populares o incapaces de callarse por más de dos minutos.
Cuando observar personas se estaba volviendo increíblemente aburrido, encontré mi primer incongruencia. Un hombre adulto, de cabello castaño, altura y peso promedios, vestido con ropa casual. Lo mejor que puedo explicar la razón de que atrajera mí atención, es que me parecía demasiado normal: no tenía ningún rasgo único, no tenía ningún comportamiento propio; era como si hubiera sido caracterizado para pasar desapercibido. Fue eso lo que me llevó a notarlo; estaba enfocado en ver cómo la gente se comporta en el metro y él no se comportaba de ningún modo. Ni siquiera reaccionaba. Era como ver a una persona sentada ante la televisión, mirando un documental sobre peces: No están en realidad interesados, no están sumergidos, pero tampoco están mirando a otro lado. Presentes y no.
Estaba en el metro durante las tardes. Pasó más o menos un mes de mi “experimento de observación” antes de que lo notara, porque no siempre subía a la misma hora y conscientemente, nunca me subía al mismo vagón. Lo vi un Lunes, creo y la segunda vez el Jueves de esa misma semana. Obviamente, él sí se subía al mismo tren, al mismo vagón y se sentaba en el mismo asiento. Un poquito de TOC, pensé. Como atrajo tanto mi atención la primera vez, lo miré con mucho más interés la segunda. Permanecía tan inmóvil que me ponía nervioso: su rostro no tenía ninguna expresión, su cabeza estaba derecha y miraba hacia el frente. Una mujer subió en la parada y se sentó detrás de él, con un niño de brazos que lloraba: nada, ni siquiera movió las cejas.
Para cuando el tren llegó a mi parada, me sentí mareado, las manos me temblaban. Algo en él estaba mal. Era alguna clase de fenómeno, un sociópata tal vez, uno de esos tipos callados que resulta que tienen la cabeza de unas doce mujeres en el refri, incluyendo a su mamá.
Empecé a tontear en mi trabajo, por las tardes, a detenerme en quioscos del centro comercial cerca de mi estación sin la intención de comprar nada. Por un par de semanas, evité tomar el tren a la misma hora y cuando por algún motivo tenía que subirme a esa hora, me aseguraba de contar los vagones hasta elegir uno en el que no lo hubiera encontrado.
Una mañana alguien más me encendió las mismas alarmas en la cabeza. Era una mujer. En el momento en el que reconocí los rasgos, ahora me doy cuenta, terminé de obsesionarme. Mi observación diaria, que comenzó como un hobby para manejar el tedio, se transformó en mi religión. No podía subir a ninguna clase de transporte público sin examinar a todo el mundo, palomeando una lista en mi cabeza. Ropa lisa, sin ningún logotipo: sí. Sin expresiones faciales ni vistazos momentáneos a las ventanas u otros pasajeros: sí. Sin bolsas, maletas o accesorios: sí. Sí, sí, sí… uno más. Los bauticé como “los extraños”.
No los veía todos los días, ni siquiera cuando comencé a tomar el metro más de lo que necesitaba, ni siquiera cuando me encontré en rutas de autobús que pasaban muy lejos de mi casa; pero estaban ahí, de vez en cuando. Ver uno me apretaba los dientes, me llenaba de sudor las manos y me secaba la garganta, como si estuviera a punto de hablar en público. Nunca me prestaban la menor atención y aun así, me hacían sentir observado; yo podía verlos, tan claro como el día, seguro ellos también podían verme.
No lo hacían. Al menos no me lo hacían notar. Cuando mi curiosidad pudo más que mi miedo, decidí seguir uno.
Elegí al primero que descubrí. El hombre del metro que siempre se sentaba donde mismo. Me senté detrás de él. Llegamos al final de la línea, se levantó y anduvo antes de que yo lo hiciera. Manteniendo mi distancia, lo seguí, pero no fue muy lejos. Se sentó en una banca cercana, sin ninguna expresión en el rostro, yo di la vuelta por un pasillo y esperé, intentando verme casual. Después de unos minutos, el siguiente metro llegó y lo miré subir en ese, sentándose exactamente en el mismo asiento. No encontré las agallas para subirme con él.
No iba a ninguna parte. Se quedaba en el metro hasta el final de las estaciones… y luego se subía en el de regreso. ¿Qué razones tendría alguien para hacer algo así? No pude dejar de pensar en eso cuando por fin me acosté a dormir, de vuelta en mi casa. Me confundía al punto de hacerme enojar: este increíble bastardo, yendo y viniendo por la misma línea. La mente, alguna vez leí, rechaza ciertas cosas, porque simplemente verlas, es una afrenta a las reglas del universo mismo. Las arañas bastan para mucha gente, sobre todo las grandes. Simplemente son incongruentes. Ese era el efecto que los extraños me causaban. Ofendían las reglas de mi universo.
Lo seguí por al menos una semana, todos los días, él y yo, hasta que el vagón se quedaba solo y el metro avanzaba hasta la última estación posible. Para el fin de esa semana, me encontré siguiéndolo por horas, hasta ese último tren, que paraba en la estación más cercana a mi casa por la noche; de un extremo de la ciudad a otro y de regreso; dejé de observar al resto de la gente, me dedicaba sólo al extraño, no tenía ojos para nada más; aunque en varias ocasiones, llegué a notar miradas confundidas dirigidas a mí. Por lo que a mí respecta, podríamos haber sido los dos únicos seres humanos en el planeta.
La siguiente semana, perdí mi trabajo. Mi jefe fue atento y cuidadoso, pero firme. No me estaba concentrando, no me enfocaba, mis cifras de producción estaban en el suelo. Creo que fue el mejor despido de mi vida, ahora que lo pienso, pero apenas lo escuché. Sólo podía pensar en mi nuevo trabajo. ¿Qué hacía ese hombre, no, esa cosa, cuando yo no estaba ahí, observándola? Salí de mi trabajo por última vez, esa tarde. Comenzaba a seguirlo, normalmente, a eso de las cinco y media, pero estaba seguro de que me estaría esperando. Ahora suelo pensar en ese día, en lo tonto que fui al no prestarle más atención; ¿estaba soleado?, era verano, bien pude pasear un rato por el centro, mirar algunas muchachas, hubiera podido tomarme un frapuccino y fumado en alguno de esos cafés con mesitas en la calle, hubiera podido irme a casa, sacar mi obsesión de mi cabeza y conseguido un nuevo trabajo y usado los trenes y los camiones para leer, de nuevo.
§llegar al final.
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