Durante la segunda mitad del siglo XIV, hacia 1360, vivió un terrateniente llamado Waywick, en una área actualmente conocida como Cheddar, en Inglaterra, que terminó apropiándose de un sirviente muy singular, sobre todo tomando en consideración que los Waywick no contaban con ningún sirviente, excepto por el que apareció una tarde, luego del te. La hija mayor de Waywick fue la primera en notar la presencia de este hombre y creyéndolo primero un cliente (aunque con toda honestidad, habría sido un pintoresco cliente) y le informó que Waywick no se encontraba en ese momento.
Cold Tom, como pidió que se le llamase, miró desde la mesa de trabajo en la que se encontraba sentado y le contó a la moza que él era el sirviente de su padre y viviría a su servicio por el tiempo que su nuevo amo ordenara.
Y así, Cold Tom acabó viviendo con los Waywick, adoptando una curiosa combinación de mayordomo, jardinero, entrenador y negociante. EL señor Waywick terminó consultando a Tom por muchos motivos, muchos más de los que su familia creería prudentes; pues Tom ejercía un efecto muy curioso sobre él. Tom era más bien alto, excesivamente delgado y de cabeza demasiado larga, cubierta por un tipo de cabello apagado y casi blanco; su cara estaba partida con una marca en forma de fresa que contaba era una marca de nacimiento y que contrastaba con sus ojos, uno azul y uno verde, brillantes, sobre todo cuando no había luz.
Sin importar lo extraño que fuese, Tom siempre le fue fiel a los Waywick y siempre hizo lo mejor que pudo para servirles en todo. El único cambio de humor que tuvo lo provocó una travesura de Margareta, que, haciéndolo tropezar, provocó que un viejo jarrón de porcelana terminara hecho pedazos; nadie sin embargo, quiso hacerlo culpable.
Una mañana de un cuatro de abril, en el último año de 1360, la señora Waywick vino a encontrar una credenza en la cocina en donde nunca una credenza había existido. Era, Tom se lo explicó cuando ella preguntó, una credenza mágica. Él siempre había creído cruel al señor Waywick, por nunca regalar a su mujer un lugar tranquilo para descansar al menos un momento del trajín diario.
La señora Waywick quiso saber qué había dentro de la credenza y Cold Tom, con calma explicó:
—oh, a un lugar mágico donde todo menester es levantado de tus hombros y se vive en utópica calma y tranquilidad para siempre; debería verlo usted misma, —la invitó.
Cold Tom, respondió que ¡pero por supuesto que sabía! y sintiéndose apenado de nunca consentir a su esposa, le había pedido Tom que trajera este regalo para ella.
La señora Waywick no sabía qué significaba «utópica», pero le preguntó a Tom si su esposo estaba enterado de todo esto.
Oh —dijo la señora Waywick —entonces está bien —y dicho esto, entró en el mueble.
Tradicionalmente, se cuentan 137 desaparecidos en el mueble durante esa tarde, que nunca fueron vueltos a ver por nadie; incluyendo al señor Waywick, su hija menor y la que le seguía, la nodriza, ocho de sus vecinos, la mayor parte de los niños del pueblo, el párroco y muchos de sus hermanos y hermanas.
Sólo la hija mayor de Waywick, Mary, permaneció afuera y así refirió todo a los hombres del rey, sobre lo que había pasado, contando que su papá «había entrado hace unos días, para intentar persuadir a la gente de salir de ahí, pero aún no había vuelto».
De Cold Tom no se encontró el menor rastro, aunque en 1914, en una excavación arqueológica comenzada en la costa norte de la isla, en lo que se sospechaba la localización de un pueblo antediluviano, los arqueólogos encontraron unas escaleras que se hundían en la tierra, detrás de dos piedras monolíticas y una encima de otra.
Las escaleras llegaban hasta un cuarto subterráneo de unos veinte pies por unos dieciséis pies de ancho; el cuarto estaba lleno de cadáveres, poco más de cien, todos sentados con las rodillas debajo de la barbilla y los brazos amarrados a las piernas; los especialistas nunca pudieron explicar cómo es que, teniendo ropas que los remontarían a más de seiscientos años atrás, sus muertes parecían recientes.

 
 
 


Extraído de un libro para niños intitulado «un paseo por Waywickshire y otros cuentos de imposibles verdades»; pocas copias de este libro sobreviven. El autor de este cuento se llama Arthur Holmeswick.

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